Participar en el cuento

Contar un cuento contribuye al dominio del lenguaje por parte de los niños que lo escuchan. Este efecto se refuerza si nos servimos de cuentos “participativos“. Gracias a la repetición, las frases y locuciones gramaticales se recuerdan mejor y ayudan en la construcción de la expresión propia. De esta manera sirven para mejorar el manejo de la lengua.

Al mismo tiempo estos cuentos repiten cíclicamente los acontecimientos y permiten a los oyentes participar en la narración aunque sea la primera vez que lo escuchan. Se pueden incluso variar los episodios presentados por el narrador o formular alguno nuevo apoyándose en las mismas fórmulas lingüísticas. De esta manera practican palabras y locuciones aparecidas en el cuento. En el caso de que los niños no consigan crear un episodio completo, el narrador lo puede culminar siguiendo las  ideas que quieren expresar.

En este caso contar ya no significa una actuación solitaria del narrador, sino que es un juego de relato colectivo entre el narrador y su público.

Las edades indicadas están estimadas y pueden variar mucho de un niño a otro.

El gallo que ponía huevos de oro

¿Un gallo que sabe poner hue­vos de oro? El gran­je­ro está asom­bra­do, la maes­tra no lo pue­de creer y el millio­na­rio lo quie­re com­prar en segui­da. Pero el gallo se asus­ta y solo con­si­gue poner cacas de pollo. Uni­ca­men­te pone hue­vos de oro cuan­do nadie lo ve ni se acer­ca a pedir­le nada.
(con imá­ge­nes dibu­ja­das por niños)

La tortilla rica y suculente.

Una tor­ti­lla esca­pó de la sar­tén y se fue rodan­do, rodan­do. Mucha gen­te en el camino inten­tó atra­par­la, pero ella huyó de todos. Encuen­tra por fin un zorro espa­bi­la­do que fin­ge ser medio sordo.
Cuen­to participativo

La fama del gato horrible

Dicen que el gato gor­do de la ciu­dad visi­ta­rá el bos­que, invi­ta­do por el zorro. Al pare­cer tie­ne dien­tes más cor­tan­tes que un tibu­rón, una boca mayor que la de un hipó­ta­mo, y quién sabe que otros órga­nos peli­gro­sos. Ante la noti­cia, todos los ani­ma­les pre­fie­ren huír del bos­que, inclu­so el zorro que lo invi­tó. El gato gor­do se extra­ña: ¿Qué pasó?, ¿por qué no vive nin­gún ani­mal en el bos­que? No entien­de lo suce­di­do y pre­fie­re vol­ver­se a la ciudad.

Las gafas de sol

Un mucha­cho encuen­tra unas gafas de sol. Por acci­den­te su padre las pisa y le com­pen­sa con una nava­ja. El chi­co pres­ta la nava­ja a un ami­go y este le devuel­ve una mochi­la. A cada prés­ta­mo que hace le suce­de una entre­ga dife­ren­te. ¿Qué suce­de­rá al final de tan­to trueque? 

El horrible Plof

Oyen­do el ¡plof! que cau­sa una man­za­na cayen­do al agua, el temor ate­rro­ri­za a tres lie­bres que se ale­jan a toda pri­sa. Un tro­pel de ani­ma­les las siguen por el mie­do al ¡plof! has­ta que un oso los detie­ne y los con­du­ce has­ta el lago. Allí otra man­za­na se cae al agua y hace ¡plof!

El dedo sangriento

Augus­to tie­ne un dedo malo y bus­ca quien se lo pue­da ven­dar. Todos le piden algo a cam­bio de ese favor. Aca­ba con­si­guien­do muchas cosas pero no que su dedo sea ven­da­do. No le que­da otro reme­dio que hacer­lo él mis­mo con su pañuelo.

La boda de la gata

La gata que­ría casar­se pero no encon­tra­ba un novio de su gus­to, has­ta que por fin cono­ce al sal­ta­mon­tes. Con éste si que se quie­re casar. Sin embar­go, ¡ai!, ¡qué des­gra­cia le pasa al novio en la fies­ta de la boda!