La manzana de oro

Éra­se una vez un rey que esta­ba ávi­do de escu­char cuen­tos men­ti­ro­sos y para poder escu­char muchas men­ti­ras hizo anun­ciar en todo su país:

Quien cuen­te al rey una men­ti­ra tal que el rey mis­mo no pue­da lle­gar a creer­se, reci­birá como pre­mio una man­za­na de oro puro.

Mucha gen­te se diri­gió al pala­cio a con­tar­le cuen­tos men­ti­ro­sos espe­ran­do con­se­guir la man­za­na de oro. Pero este rey no solo esta­ba ávi­do de oír men­ti­ras si no que tam­bién era muy taca­ño. Pre­ten­día gozar de muchas men­ti­ras sin tener que dar­le la man­za­na de oro a nadie. Ya veréis qué tram­pa había concebido.

Lle­gó pri­me­ro un fon­ta­ne­ro y le con­tó al rey:
– ¿Sabes lo que me pasó ante­ayer?. Tra­ba­jé en un cuar­to de baño y me caí en la bañe­ra. El agua me arras­tró hacia el des­agüe y me metió por la tube­ría. Para poder salir tuve que tra­gar­me todas las aguas sucias.
– Enton­ces no pasa­rías sed duran­te todo ese tiem­po , ‑decía rién­do­se el rey-.
– Por supues­to, ‑siguió el fon­ta­ne­ro-. Cuan­do inten­ta­ba salir,  el inte­rior de la tube­ría esta­ba tan res­ba­la­di­za,  que a cada inten­to que hacía me caía hacia atrás.
– ¡Que des­gra­cia!,  ‑dijo el rey-. Pero dime: ¿cómo salis­te al fin?
– Fue muy fácil. Mar­ché a casa a bus­car una cuer­da lar­ga, fijé la cuer­da alre­de­dor de mi barri­ga y tiran­do por ella me eché fue­ra de la tube­ría.
– Muy bien hecho!, ‑excla­mó el rey-.

Enton­ces el fon­ta­ne­ro le dijo:
– Supon­go que mi men­ti­ra es tan gor­da que nadie se la pue­de creer, de mane­ra que me merez­co la man­za­na de oro.
– ¡Que va!,  – le con­tes­tó el rey-. Me lo pue­do creer per­fec­ta­men­te. Yo mis­mo habría actua­do igual. Con un cuen­to tan vero­sí­mil no te ganas nada de nada.
De esta mane­ra el fon­ta­ne­ro men­ti­ro­so se tuvo que mar­char sin la man­za­na de oro.

¿Enten­déis como el rey se inven­ta­ba el engaño?.

Simu­lan­do que se iba a creer cada men­ti­ra, podía escu­char tan­tas men­ti­ras como que­ría sin nece­si­dad de dar la man­za­na de oro a nadie. Delan­te del pala­cio espe­ra­ba mucha gen­te que se ima­gi­na­ba sabría con­tar una muy gor­da men­ti­ra, tan gran­de que el rey no podría creérsela.

El siguien­te que lo inten­tó fue un apren­diz de pana­de­ro, que le con­tó al rey que des­de hacía tres días no con­se­guía des­per­tar­se a tiem­po para ir a la pana­de­ría y que por lo tan­to tenía que levan­tar­se corrien­do y sin desa­yu­nar. Al lle­gar tuve que ama­sar y hacer los panes y con el ham­bre que tenía se puso a comer la masa cru­da de diez bollos.
– Supon­go que esto te habrá qui­ta­do el ham­bre, ‑se rió el rey-.
– ¡Segu­ro!, pero des­pués tuve que meter los panes en el horno calien­te y en cuan­to lle­né el horno mi barri­ga tam­bién se calen­tó y empe­zó a levan­tar­se la masa de los bollos que me había comi­do. Al poco tiem­po me hin­ché como un glo­bo  y me vol­ví tan lige­ro por los gases que salían de la masa que fui des­pe­gán­do­me del sue­lo, has­ta que mi cabe­za tro­pe­zó con­tra el techo. ¡Ay, cómo me dolía!.
– ¡Que diver­ti­do! ‑se ale­gró el rey-. ¿Pero por qué no salis­te fue­ra de la pana­de­ría para mirar el mun­do des­de arri­ba?.
– Eso fue exac­ta­men­te lo que hice. Me aso­mé a una ven­ta­na y los gases de mi barri­ga me levan­ta­ron tan­to que vola­ba más alto que los avio­nes. Me cogió un mie­do horri­ble de tener que volar por el cie­lo toda mi vida. ¿Cómo podría vol­ver a la tie­rra?
– ¿Y cómo lle­gas­te por fin a ate­rri­zar?
– Flo­té mucho tiem­po por el cie­lo has­ta que de un gol­pe sol­té un enor­me pedo y me salie­ron todos los gases por el culo. Sin los gases, me encon­tré de repen­te tan pesa­do como antes y empe­cé a caer como una pie­dra hacia la tie­rra.
– ¿Cómo te sal­vas­te sin des­tro­zar­te con­tra la tie­rra?, ‑pre­gun­tó el rey emo­cio­na­do-.
– ¿Sabes?, fue muy fácil. Saqué mi móvil del bol­si­llo, lla­mé a los bom­be­ros para dar­les mi posi­ción exac­ta en el GPS y ellos se colo­ca­ron allí con una tela sal­va­vi­das, de mane­ra que ate­rri­zé sano y sal­vo sin hacer­me daño.
– Qué bien que lle­va­bas tu móvil en el bol­si­llo, ‑ano­tó el rey-.
– ¿No te pare­ce una men­ti­ra tan bue­na que mere­ce la man­za­na de oro? ‑pre­gun­tó el apren­diz-.
– ¡Qué va!, ‑le con­tes­tó el rey-. Me lo pue­do creer per­fec­ta­men­te. Yo mis­mo habría actua­do igual. Con un cuen­to tan vero­sí­mil no te ganas nada de nada.
De esta mane­ra el apren­diz del pana­de­ro se tuvo que mar­char sin la man­za­na de oro.

Aquí se pue­de pre­gun­tar a los niños quién quie­re con­tar­le una men­ti­ra al rey. El narra­dor repre­sen­ta­rá el papel del rey, que al final de cada men­ti­ra contesta: 

– Esto me lo pue­do creer per­fec­ta­men­te. Yo mis­mo habría actua­do igual. Con un cuen­to tan vero­sí­mil no te ganas nada de nada.

El rey goza­ba cada día de can­ti­dad de cuen­tos men­ti­ro­sos sin dar nun­ca la man­za­na de oro a nadie. Por fin un día lle­gó al pala­cio un joven que traía una jarra en la mano.
– Mi rey todo­po­de­ro­so, – dijo el joven -. Ven­go jus­ta­men­te has­ta aquí para que me devuel­vas la jarra lle­na de mone­das de oro que te he pres­ta­do hace una sema­na.
– ¡Cómo!. ¿Tú, pobre infe­liz, me has pres­ta­do una jarra lle­na de mone­das de oro?. Y tú te pien­sas que yo me voy a creer eso? ‑le gri­tó el rey-.
– Está bien, está bien, ‑le con­tes­tó el joven-. Si no pue­des creer­lo, me gano la man­za­na de oro.“

Pero el rey no se la que­ría dar  y des­pués de pen­sar­lo un ins­tan­te le dijo al fin:
– Sí, sí, aho­ra me acuer­do. Te creo. Me has pres­ta­do una jarra. 
– Pues bien, si lo crees, debes devol­ver­me la jarra lle­na de oro.

El rey cayó en la cuen­ta de que el joven lo había cogi­do en una tram­pa y le dio la man­za­na de oro. Des­de enton­ces per­dió por com­ple­to las ganas de escu­char mentiras.

Adap­ta­ción de un cuen­to arme­nio: Leon Sur­me­lian, Arme­nis­che Mär­chen, Frank­furt 1991, S. 181-182.

Los epi­só­dios ocu­rren en esta ver­sión en un ambien­te de vida coti­dia­na en vez de uno his­to­ri­za­do como se sue­le hacer en ver­sio­nes de cuen­tos tra­di­cio­na­les. A los niños en gene­ral les sale mas facil de ima­gi­nar­se un epi­só­dio inclu­so fan­tás­ti­co den­tro de su vida normal.