La punta impertinente

Éra­se una vez una pun­ta cla­va­da en la pared de la ter­ce­ra plan­ta de una casa. Ya lle­va­ba años y años allí,  y se abu­rría mucho. A lo lar­go del tiem­po se había oxi­da­do un poco y la pared en la que esta­ba cla­va­da se había vuel­to frá­gil. Un día la pun­ta se dio cuen­ta de que se podía mover. Hacia arri­ba, hacia aba­jo, a un lado, al otro, y de un gol­pe… se des­pren­dió, cayó sobre un sillón y rodó por deba­jo del cojín.

 

Pero la pun­ta no esta­ba sola. Suje­ta­ba el mar­co de un cua­dro que tam­bién se cayó arras­tran­do con­si­go un jarrón de flo­res que esta­ba colo­ca­do enci­ma de una mesi­lla.  El agua se derra­mó y des­de la mesi­lla y comen­zó a gotear sobre el sue­lo, for­man­do un char­co. El char­co se fil­tró a tra­vés del piso y ori­gi­nó una gote­ra en el techo de la segun­da planta.

Del techo de esta plan­ta col­ga­ba una cuer­da que al mojar­se se rom­pió. La jau­la que suje­ta­ba la cuer­da cayó al sue­lo y se le abrió la puerta.

El papa­ga­yo que allí vivía salió graz­nan­do asus­ta­do. La mujer de la casa oyó el graz­ni­do del paja­rra­co y entró a la habi­ta­ción para atra­par­lo, pero éste cogió mie­do e hizo lo que hacen los pája­ros que tie­nen mie­do: cagar en el sue­lo. La bue­na mujer pisó la caca del papa­ga­yo, res­ba­ló y bus­can­do la for­ma de no caer se aga­rró al man­tel de la mesa.

Un jarro de vino que esta­ba sobre la mesa sal­tó por los aires y cayó al sue­lo. El vino se des­pa­rra­mó for­man­do un char­co sobre el sue­lo que comen­zó a fil­tra­se y a for­mar una gote­ra en el techo de la pri­me­ra planta.

Allí se encon­tra­ba el amo de la casa sen­ta­do en un sillón, leyen­do su perió­di­co. De un gol­pe una gota le cayó sobre una pági­na dejan­do una man­cha roja. Y otra y otra más. Levan­tó la cabe­za para mirar  y en ese mis­mo momen­to una gota se pre­ci­pi­tó sobre la pun­ta de su nariz. Furio­so, cogió la gota y gritó:

– ¿Y a ti quién te dio per­mi­so para posar­te sobre mi nariz? ¡Paga­rás por lo que has hecho!
– ¡No me chi­lle, señor, que la cul­pa no es mía! Fue la bote­lla que se rom­pió allí arri­ba, ‑res­pon­dió la gota.
– ¿De ver­dad que fue la bote­lla quien cau­só este lío?, ‑excla­mó el due­ño-. ¡Pues espé­ra­te que la vea yo!

Subió a la plan­ta segun­da, entró en la habi­ta­ción, fue hacia la jarra y la cogió entre las manos.
– ¿Y qué te pasa a ti para derra­mar el vino por el sue­lo?
– ¡No me chi­lle, señor, que la cul­pa no es mía! Fue el man­tel que me tiró de la mesa, ‑le con­tes­tó la bote­lla.
– ¿De ver­dad que fue el man­tel quien cau­só este lío?, ‑excla­mó el due­ño-. ¡Pues espé­ra­te que lo vea yo!

 

Y aga­rró el man­tel del sue­lo gri­tan­do:
– ¿Y qué te pasa a ti para tirar la bote­lla al sue­lo?
– ¡No me chi­lle, señor, que la cul­pa no es mía! Fue una seño­ra que me aga­rró y me tiró de la mesa,-le con­tes­tó el man­tel.
– ¿De ver­dad que fue una seño­ra quien cau­só este lío?, ‑excla­mó el due­ño-. ¡Pues espé­ra­te que lo vea yo!

 

Y se enca­ró con la mujer gri­tan­do:
– ¿Y qué te pasa a ti para tirar el man­tel al sue­lo?
– ¡No me chi­lle, señor, que la cul­pa no es mía! Fue el papa­ga­yo  que cagó sobre el sue­lo, pisé la caca y me res­ba­lé, ‑le con­tes­tó la mujer.
– ¿De ver­dad que fue el papa­ga­yo quien cau­só este lío?, ‑excla­mó el due­ño-. ¡Pues espé­ra­te que lo vea yo!

 

 

Pero el papa­ga­yo se había refu­gia­do en lo alto de un arma­rio y el due­ño furio­so no pudo alcan­zar­lo. Enton­ces le seña­ló con el dedo gri­tan­do:
– ¿Y qué te pasa a ti para tirar la bote­lla al sue­lo?
– ¡No me chi­lle, señor, que la cul­pa no es mía! Fue la jau­la que abrió su puer­ta y me dio la liber­tad, ‑le con­tes­tó el papa­ga­yo.
– ¿De ver­dad que fue la jau­la quien cau­só este lío?, ‑excla­mó el due­ño-. ¡Pues espé­ra­te que la vea yo!

 

Y aga­rró la jau­la zaran­deán­do­la de un lado a otro y gri­tán­do­le:
– ¿Y qué te pasa a ti para dejar esca­par al papa­ga­yo?
– ¡No me chi­lle, señor, que la cul­pa no es mía! Fue la cuer­da, que se rom­pió y me dejó caer,-le con­tes­tó la jau­la.
– ¿De ver­dad que fue la cuer­da quien cau­só este lío?, ‑excla­mó el due­ño-. ¡Pues espé­ra­te que la vea yo!

 

 

Reu­nió los dos tro­zos de cuer­da y les gri­tó:
– ¿Y qué os pasa a voso­tros para rom­pe­ros y dejar caer la jau­la?
– ¡No me chi­lle, señor, que la cul­pa no es mía! Fue el agua, que atra­ve­só el piso y nos mojó, ‑le con­tes­tó la cuer­da.
– ¿De ver­dad que fue el agua quien cau­só este lío?, ‑excla­mó el due­ño-. ¡Pues espé­ra­te que la vea yo!

 

Y subió corrien­do a la plan­ta ter­ce­ra, don­de vio el jarrón vol­ca­do sobre la mesi­lla. Lo ate­na­zó gri­tan­do:
– ¿Y qué te pasa a ti para vol­car y tirar tu agua por el sue­lo?
– ¡No me chi­lle, señor, que la cul­pa no es mía! Fue el mar­co que cayó sobre mí y me hizo derra­mar el agua,-le con­tes­tó el jarrón
.
– ¿De ver­dad que fue el mar­co quien cau­só este lío?, ‑excla­mó el due­ño-. ¡Pues espé­ra­te que lo vea yo!

 

Tomó el mar­co con las dos manos y le gri­tó:
– ¿Y qué te pasa a ti para dejar­te caer sobre el jarrón?
– ¡No me chi­lle, señor, que la cul­pa no es mía! Fue la pun­ta, que se sol­tó de la pared y me hizo caer, ‑le con­tes­tó el jarrón-.
– ¿De ver­dad que fue la pun­ta quien cau­só este lío?, ‑excla­mó el due­ño-. ¡Pues espé­ra­te que la vea yo!. Por fin encon­tré a la cul­pa­ble y la voy a castigar.

Y bus­có por don­de se encon­tra­ría la pun­ta, pero no la podía ver.
Miró por deba­jo la mesa, pero allí encon­tró sola­men­te tro­zos de pan seco.
Enro­lló la alfom­bra para ver si tal vez la pun­ta se escon­día por deba­jo. Pero solo encon­tró un perió­di­co des­pe­da­za­do.
Qui­zás la pun­ta se escon­de­ría por detrás de la mesi­lla. Se puso de rodi­llas y exten­dió su mano apal­pan­do por deba­jo, pero allí nada más que había un gato que le ara­ñó la mano y que salió corrien­do asus­ta­do. En la carre­ra sal­tó sobre la mesi­lla, de allí a una estan­te­ría que había en la pared y en la estan­te­ría qui­so  escon­der­se detrás de una mace­ta a la que empu­jó hacia el bor­de, la mace­ta per­dió apo­yo y cayó direc­ta­men­te sobre la cabe­za del due­ño furioso.

Éste se asus­tó y se dejó caer exte­nua­do en el sillón de don­de se levan­tó pre­ci­pi­ta­da­men­te.
¿Y sabes por qué? Por­que deba­jo del cojín del sillón se escon­día la pun­ta imper­ti­nen­te que le pin­chó en el culo.
¡Ah!, pero aho­ra tenía al cul­pa­ble en la mano y le dijo: – Te voy a cla­var en la pared, de mane­ra que nun­ca más podrás esca­par.
Bus­có un mar­ti­llo, colo­có la pun­ta en el agu­je­ro de don­de se había sol­ta­do y gol­peó sobre ella. Pero la pun­ta imper­ti­nen­te se tor­ció algo hacia aba­jo y el hom­bre se gol­peó en los dedos.
– ¡Ay!, ‑gri­tó-. ¡Mal­di­ta sea!. Aho­ra ten­go que mar­ti­llear hacia arri­ba.
Gol­peó de nue­vo, pero aho­ra la pun­ta se tor­ció algo hacia Arri­ba y el amo se dio otra vez sobre los dedos.
– ¡Ay, ay, ay! –se que­jó.
Enra­bie­ta­do cogió el mar­ti­llo con las dos manos y gol­peó con todas sus fuer­zas. ¿Y qué pasó? Abrió un agu­je­ro tan gran­de en la pared que se rom­pie­ron los ladri­llos.  La pun­ta cayó por entre­me­dio de los peda­zos sobre la ace­ra que había por delan­te de la casa.

Pue­de ser que esta pun­ta aún se encuen­tre allí o pue­de ser que alguien la cogie­se para lle­vár­se­la a casa. De todas mane­ras, si encon­tráis una pun­ta vie­ja y tor­ci­da en la calle, ¡dejad­la en su sitio! Podría ser la pun­ta imper­ti­nen­te y os podría jugar una mala pasada.

Dibu­jos Die­ter Malza­cher y Horst Rudolph