Éranse una vez seis huevos que estaban en un nido del gallinero soñando con hacerse pollitos y sin enterarse de nada de lo que pasaba en sus alrededores. Incluso cuando una mañana la campesina entró al gallinero y los cogió para llevarlos al mercado, seguían soñando sin darse cuenta. Y resultó que esta mujer los vendió a un paisano, que se los llevó a su casa. Los huevos continuaban soñando, tanto así, que ni se apercibieron de que el bueno del señor los había puesto en la nevera, a la espera de la hora de preparar el almuerzo.
Pero en una nevera hace frío, y por causa del frío el primer huevo se despertó. Temblando exclamó con fuerza:
– ¿Qué pasa? ¿Por qué hace tanto frío?
Sus gritos despertaron al segundo.
– ¡Qué barbaridad, me muero de frío!
Entonces, se removió el tercero.
– ¡Por favor, callaos, que así no puedo soñar! Y lo decía al tiempo que se estremecía.
Sus voces despertaron al cuarto, y este al quinto, que por fin despertó al sexto. Todos se preguntaron:
– ¿Qué pasa? ¿Por qué ya no estamos en nuestro nido caliente y blando?
En ese momento habló el sexto huevo, que por cierto era el más pequeño, pero también el más listo.
– ¿Sabéis lo que pasó? Nos vendieron y ahora nos quieren hacer tortilla.
Los huevos estaban asustados y enfadados a la vez.
– Pero eso no puede ser, nosotros queremos hacernos pollitos.
– Bien, ‑les dijo el sexto-. A partir de este momento tenemos que estar despiertos. Puede ser que así nos salvemos y nos hagamos pollitos a pesar de ellos.
Y así lo hicieron. Se quedaron atentos y despiertos. Cuando al mediodía el paisano sintió hambre, se acordó de los huevos, los sacó de la nevera y los puso en un plato. Pero tuvieron suerte, porque en ese mismo instante sonó el timbre de la casa. El paisano dejó el plato con los huevos en el suelo, para ir a abrir la puerta. Y la suerte continuó, ya que era el cartero que le entregaba una carta certificada, que debía firmar, lo que hizo aumentar el retraso.
Entonces, aprovechando la ausencia del dueño, el sexto huevo exclamó:
– ¡Estamos salvados, compañeros!
Y todos los huevos se pusieron a rodar por el suelo.
El primero se fue rodando, rodando por el pasillo y llegó al dormitorio. El armario del paisano estaba abierto y el huevo saltó al cajón, donde guardaba sus calcetines de lana, un sitio muy apto para calentarse.
El segundo huevo siguió rodando, rodando, tras las vueltas del primero, y encontró en el dormitorio un cesto donde estaban puestas las telas y los hilos de costura, y se quedó en este sitio acogedor.
El tercer huevo se fue rodando, rodando, hasta el cuarto de baño, donde se encontró con un paquete de algod6n que le propiciaba buena calor.
Al cuarto huevo no le gustó rodar tanto y se coló por debajo de un cojín que se había caído en el suelo de la cocina, también un sitio bien caliente.
El quinto huevo tampoco tenía ganas de rodar mucho y se metió entre los trapos de limpieza, que también le servían para abrigarse.
Finalmente quedó el sexto huevo, el más pequeño, pero el más listo. Este se fue rodando, rodando por el pasillo. Se encontró allí con el abrigo de piel tirado por el suelo y se refugió en su bolsillo, donde se sentía muy bien con el calor que le proporcionaba la piel.
Entretanto el dueño volvió a la cocina para prepararse de una vez su tortilla. Alistó las patatas y se fue a buscar los huevos. Se acordó de haberlos dejado en el suelo en el instante en que había sonado el timbre. Pero… ¡qué sorpresa!. En el suelo se encontró únicamente con un plato vacío. ¿Dónde quedaron los huevos?
Estuvo mirando en la nevera. Pero allí no había huevos. Buscó por debajo de la mesa. Allí tampoco estaban los huevos. Inspeccionó por detrás del armario. No se veían los huevos.
Revolvió en el cubo de los desperdicios. Ni rastro de los huevos.
El buen hombre tenía tanta hambre que decidió abandonar la búsqueda de los huevos esfumados y se frió unas salchichas que comió con las patatas. Después continuó con su trabajo olvidando todo este asunto de los huevos desaparecidos.
Mientras tanto, los seis huevos permanecían muchos dias en sus escondites calientes y lo pasaban muy bien.
¿Sabéis lo que pasa con los huevos fecundados que están en sitios calientes?
Está claro, se convierten en pollitos, pican la cáscara desde dentro, la rompen, y salen fuera.
Y cuando este buen hombre se levantó una mañana y se puso su ropa, se encontró con un agujero en un calcetín. Quiso ponerse unos nuevos y deslizó la mano en el interior del cajón de los calcetines. Pero… ¿qué oye? Pío pío.
– ¡Dios mío, mis calcetines están piando!
Asustado, prefirió no meter la mano en el cajón.
– Mejor será que cosa el agujero del calcetín!, ‑se dijo.
Dirigió su mano al cesto de costura. Pero… ¿que oye? Otro Pío pío.
– ¡Dios mío, mi cesto de costura también está piando!
Dejó el agujero sin coser y se puso el calcetín tal como estaba. – De todas maneras, puestos los zapatos, el agujero ya no se ve, ‑ pensó para sí.
Se fue al cuarto de baño y mientras se estaba afeitando se distrajo pensando en esos chillidos raros que acaba de escuchar. Y… ¡ras!, se cortó en la mejilla. Quiso entonces sacar algodón del paquete para parar la sangre, pero… ¿qué oye? Pío pío.
– ¡Dios mío, mi paquete de algodón está piando igualmente!
Desconcertado por completo huyó a la cocina para prepararse una taza de café. Con tanto susto se vio obligado a sentarse y tendió la mano para buscar el cojín que estaba caído en el suelo. Pero… ¿qué oye? Un Pío pío.
– ¡Dios mío, hasta el cojín está piando!
Fue tal el pánico que le entró que derribó con el brazo la cafetera. El café se derramó sobre la mesa y goteó en el suelo. Tendió entonces la mano para coger un trapo. Pero… ¿qué oye? Pío pío.
– ¡Dios mío, incluso un trapo de limpieza está piando en esta maldita casa!
Horrorizado, el buen hombre huye de su propria casa, pero en la fuga se recuerda que le faltan las llaves para salir. Aún tienen que estar en el bolsillo del abrigo que había dejado en el suelo. Busca las llaves en el bolsillo. Pero… ¿qué oye? Pío pío.
– ¡Dios mío, ahora ya pían mis llaves!
Y el señor saltó por la ventana para librarse de esta casa loca, gritando a toda voz:
– ¡Socorro, socorro!
Acudió alarmado su vecino y le preguntó: – ¿Pero qué le pasa a usted?
– ¡Mi casa se ha vuelto loca! Por donde quiera que tiendo la mano, me está piando.
– A lo mejor hay algo en su cabeza que está piando, ‑ le contestó el vecino.
– ¡No, no, en serio!, ‑le replicó el buen hombre. – ¡Venga y vea usted mismo!
Y mientras los dos hablaban en la calle, el sexto pollito gritó: – ¡Fuera compañeros. Nos largamos!
Y los seis salieron de sus escondites.
¿Aún sabeis, donde se habían escondidos?
Uno tras otro se colaron por la puerta trasera que iba de la cocina al jardín. Atravesaron un prado por detrás de la casa y llegaron a una granja que tenía un gallinero. Allí se guarecieron debajo de una gallina, muy, muy felices de haberse hecho pollitos a pesar de todo.
Cuando por fin el dueño convenció al vecino de entrar a la casa por la ventana, este le indicó temeroso el cajón:
– ¡Coja un calcetín y verá!
El vecino metió la mano y… ¡qué oye? ¡Silencio!. No hubo píos píos ni nada.
¡Qué raro!, ‑comentó el dueño-. Pero espere, espere, ya verá lo que pasa con este cesto.
El cesto también quedó mudo sin dar ni el mínimo grito.
– ¿A ver con el algodón?. ‑Nada de nada.
– ¿Y el cojín?. ‑Tampoco.
Entre los trapos nada. Y aún menos entre las llaves del bolsillo de abrigo. El dueño se quedó estupefacto.
– No entiendo. Parece que esta casa se ha vuelto razonable. Ya no está loca como antes.
– Dudo de que esté loca, ‑le soltó el vecino-. ¡El loco será usted!
Y con estas salió por la ventana por la cual había entrado.
Dibujo Dieter Malzacher