Cómo llegaron los cuentos a la tierra

Hace mucho, mucho tiem­po, los hom­bres aún no sabían con­tar­se cuen­tos. Era Nyan­ku­pon, el dios de los cie­los, quien man­te­nía todos los cuen­tos del mun­do ence­rra­dos en una cala­ba­za y los guar­da­ba celo­sa­men­te, para que nadie pudie­se  con­tar­los, a no ser él mismo.

Esto inco­mo­dó a Anan­si, la ara­ña, que deci­dió sacar los cuen­tos del cie­lo. Fue a ver a Nyan­ku­pon y le dijo, con des­ca­ro, al dios de los cie­los:
– ¡Exi­jo que me devuel­vas todos los cuen­tos del mun­do!
– Está bien, ‑le con­tes­tó Nyan­ku­pon-. ¿Pero, estás segu­ra de que te los mere­ces?”
– Por qué no? ¿Qué me exi­ges?
– Te los cede­ré cuan­do me trai­gas la terri­ble ser­pien­te pitón, una cala­ba­za lle­na de abe­jo­rros y la invi­si­ble hada Mmoatia.

¿Cómo podría Anan­si supe­rar esta prue­ba tan difí­cil? Sabía muchos tru­cos, pero no era sufi­cien­te. Por for­tu­na, tenía una mujer inte­li­gen­te a la que podría pedir con­se­jos.
– ¿Cómo pue­do cap­tu­rar la ser­pien­te pitón peli­gro­sa?, -pre­gun­tó.
– ¡Cor­ta una rama lar­ga de pal­me­ra y un ramal de lia­na!, ‑le con­tes­tó ella.
No le gus­ta­ba a Anan­si que su mujer fue­se más inte­li­gen­te que él, por eso le qui­tó la pala­bra: – ¡No me digas más, que ya sé yo lo que ten­go que hacer!

Cor­tó una rama de pal­me­ra y una lia­na y se diri­gió a la cue­va de la ser­pien­te pitón.  Cuan­do se vio delan­te comen­zó a hablar con­si­go mis­mo:
– ¡No, no, no es tan lar­ga!
– ¡Sí, inclu­so es aún más lar­ga!
– ¡Qué va, es mucho más cor­ta!
– ¡Estás equi­vo­ca­do! Es más lar­ga.
– ¿Qué nos apostamos?

Esta­ba toda­vía mur­mu­ran­do, cuan­do la ser­pien­te salió de su cue­va.
– ¡Escu­cha! ¿Qué cosas tan raras estás musi­tan­do?
– Es que estu­ve riñen­do con mi mujer. Ella pre­ten­de que no eres tan lar­ga como esta rama. Yo por el con­tra­rio, ase­gu­ré que eres aún más lar­ga.
– ¿Cómo? ¿Más cor­ta que esta rama? Por supues­to que soy más lar­ga.
– Es lo que digo yo. Pero hace fal­ta pro­bar­lo. ¡Haz­me el favor de poner­te a mi lado, para que yo pue­da medir tu lon­gi­tud!
Enton­ces la pitón se exten­dió a lo lar­go de la rama para pro­bar que era más lar­ga. Pero antes de que se enro­lla­se otra vez, Anan­si envol­vió la lia­na alre­de­dor de la pitón y de la rama, de mane­ra que la pudo lle­var has­ta el cie­lo bien atada.

El dios de los cie­los se asom­bró:
Has hecho, lo que has hecho. Te que­da por hacer, lo que queda.

 

¿Qué le que­da­ba por hacer?

Anan­si pre­gun­tó a su mujer: – ¿Cómo pue­do ence­rrar los abe­jo­rros en una cala­ba­za, si vue­lan como locos de un lado para otro?
– Los abe­jo­rros temen la llu­via, ‑le con­tes­tó-.
– ¡No me digas más, que ya sé yo lo que ten­go que hacer!

Lle­nó una jarra con agua y bus­có un árbol con un nido de abe­jo­rros. Con una rami­ta abrió pru­den­te­men­te agu­je­ri­tos en el nido redon­do y ver­tió el agua de la jarra sobre él, al tiem­po que gri­ta­ba:
– ¡Pobres ani­ma­les! ¡Lle­ga la esta­ción de las llu­vias! ¡Pro­te­geos del agua­ce­ro entran­do en mi cala­ba­za, don­de esta­réis en sitio seco.
Enton­ces la rei­na de los abe­jo­rros orde­nó al pue­blo ente­ro que entra­se en la cala­ba­za. Anan­si cerró el agu­je­ro ape­nas entra­dos los últi­mos abe­jo­rros, de mane­ra que pudo lle­var­los al dios de los cielos.

Otra vez el dios de los cie­los se asom­bró:
Has hecho lo, que has hecho. Te que­da para hacer, lo que queda.

 

¿Qué le que­da­ba por hacer?

Anan­si pre­gun­tó a su mujer: – ¿Cómo cap­tu­rar a Mmoa­tia, el hada invi­si­ble, cuan­do no la pue­do ni ver? ¡Es impo­si­ble!
– ¡Qué va! ¡Haz una talla de una mucha­cha y envuél­ve­la con la resi­na del cau­cho!
– ¡No me digas más, que ya sé yo lo que ten­go que hacer!

Cogió un peque­ño tron­co y talló una mucha­cha que tenía una mano exten­di­da y una cabe­za movi­ble. La envol­vió con resi­na de cau­cho y la colo­có en un cla­ro de la sel­va, don­de se solía entre­te­ner el hada Mmoa­tia jugan­do y bai­lan­do. En la mano exten­di­da col­gó una bola de ñame coci­do y se puso a espe­rar, escon­di­do, aga­rran­do una lia­na que en su extre­mo esta­ba ata­da a la cabe­za de la muchacha.

No tuvo que espe­rar mucho, por­que pron­to se movie­ron las hier­bas del cla­ro indi­can­do que el hada se acer­ca­ba.
Ape­nas el hada per­ci­bió el olor del ñame coci­do, pre­gun­tó ama­ble­men­te:
– ¿Me per­mi­tes pro­bar un poco de esta bola?
Anan­si tiró de la lia­na y la figu­ra incli­nó la cabe­za.
– Te lo agra­dez­co, mi amor. Eres muy ama­ble. ¡Muchas gra­cias!, ‑aña­dió el hada espe­ran­do a que la mucha­cha con­tes­ta­se.

Pero la talla se que­dó muda, lo que al hada le pare­cía muy impro­pio en la mucha­cha. – Por favor, ¿es que no sabes con­tes­tar a mis agra­de­ci­mien­tos?
Y como la chi­ca no reac­cio­nó, dijo alte­ra­da:
– ¡Espe­ra, que te voy a ense­ñar a com­por­tar­se como se debe!
Y le dio una bofe­ta­da. Pero, ¿que pasó? Su mano que­dó pega­da en la meji­lla.
Irri­ta­da, la pegó con la mano izquier­da sobre la otra meji­lla. ¿Y que ocu­rrió? Que­dó pega­da tam­bién.
Enton­ces gri­tó: -¡Qué des­ca­ro, pare­ce men­ti­ra!
Y la pisó con un pie. ¿Y que suce­dió? El pie se que­dó pega­do.
Enfu­re­ci­da la pisó con el otro pie, que que­dó pega­do igual­men­te.
Com­ple­ta­men­te rabio­sa la empu­jó con su barri­ga para libe­rar­se. Y que­dó por com­ple­to pega­da a la figu­ra.
Anan­si la car­gó sobre el hom­bro y la lle­vó a los cielos.

Nyon­ku­pon, el dios de los cie­los, se asom­bró:
Has hecho, lo que has hecho. Ya no te que­da nada más por hacer.
Y dicho esto, le entre­gó la cala­ba­za con todos los cuen­tos del mundo.

Pero Anan­si no pen­sa­ba en com­par­tir su teso­ro con otra gen­te, ni mucho menos. Que­ría ser el úni­co que supie­se con­tar cuen­tos. Por eso deci­dió col­gar la cala­ba­za, con todos los cuen­tos del mun­do, en la pun­ta más alta de una cei­ba, árbol al que tam­bién lla­man palo borra­cho. Pen­sa­ba que nin­gún ladrón podría robar­la allí, tenien­do la cor­te­za espi­nas tan agu­das como la pun­ta de un cuchillo.

Como ya diji­mos, Anan­si sabía hacer tru­cos, pero no era sufi­cien­te­men­te lis­to. No se había per­ca­ta­do de que él mis­mo ten­dría que subir a col­gar la cala­ba­za en lo alto del árbol. Lo inten­tó, pero le fue muy difí­cil. Con la cala­ba­za ata­da a su espal­da pro­cu­ró subir por el tron­co aga­rran­do las espi­nas, pero estas le pin­cha­ron y ras­ga­ron la piel. San­gran­do, lle­gó has­ta la mitad del tron­co, y se aga­rró a una espi­na seca que fatal­men­te se des­pren­dió. Enton­ces se pre­ci­pi­tó cabe­za aba­jo y todos los cuen­tos del mun­do caye­ron de la cala­ba­za. El vien­to los empu­jó y los lle­vó por el aire.

De esta mane­ra los cuen­tos se repar­tie­ron entre los hom­bres y cual­quie­ra que sien­ta ganas de con­tar un cuen­to, pue­de ten­der la mano al aire, aga­rrar uno y con­tar­se­lo a quien le agra­de escucharlo.

Adap­ta­ción de un cuen­to gha­nés. Ori­gen: W.H.Barker/ C.Sinclair, West Afri­can Folk-tales, Lon­don 1917, p. 2
Anan­si, un ser medio humano y medio ara­ña, es el héroe de cuen­tos muy repar­ti­dos en Afri­ca occi­den­tal, que se cono­cen tam­bién en el Cari­be y entre los negros del con­ti­nen­te americano.