El cocodrilo y el semáforo sinverguenza

Éra­se una vez un coco­dri­lo, que tenía la piel tan ver­de como la tie­nen todos los coco­dri­los. Sin embar­go, por des­gra­cia, odia­ba todo lo que era ver­de: odia­ba los pra­dos, odia­ba los árbo­les, odia­ba los pepi­nos, odia­ba las ranas…

¿Qué os pare­ce ?, ¿qué más cosas odiaba?

Pero lo que odia­ba sobre mane­ra era a él mis­mo: odia­ba su cara, odia­ba su piel, y sobre todo odia­ba su pro­prio rabo lar­go, com­ple­ta­men­te ver­de, al que tan­to detes­ta­ba. Menos mal que no alcan­za­ba a meter­se el rabo en la boca. Si no, se lo habría comi­do, tan­ta era la rabia que le cau­sa­ba todo cuan­to era verde.

Un buen día el coco­dri­lo se encon­tró con un semá­fo­ro, y jus­to en ese momen­to el semá­fo­ro cam­bió del rojo al ver­de. El coco­dri­lo se enfu­re­ció. ¡Aquel semá­fo­ro se atre­vió  a ense­ñar­le el color que más abo­rre­cía! Se diri­gió hacia él, le riñó, lo pata­leó y lo sacu­dió.
El semá­fo­ro se asus­tó y cam­bió de pri­sa del ver­de al ama­ri­llo para des­pués pasar al rojo.
Mi coco­dri­lo se puso con­ten­tí­si­mo, y se fue advir­tien­do­le: – iY que no te vea yo que vuel­ves a poner­te ver­de!
Pero ape­nas mi coco­dri­lo le vol­vió la espal­da, ¿qué hizo este semá­fo­ro sin­ver­guen­za? Pues cam­bió del rojo al ver­de.
Mi coco­dri­lo, que lo había obser­va­do de reo­jo, le riñó, lo pata­leó y lo sacu­dió de nue­vo.
Asus­ta­do, el semá­fo­ro cam­bió de pri­sa deI ver­de al ama­ri­llo y des­pués al rojo.
Mi coco­dri­lo se mar­chó con­ten­to; pero ¿que acer­tó a ver por detrás de su espal­da? El semá­fo­ro cam­bió otra vez al ver­de.
¿Y que hizo mi coco­dri­lo? Se puso a reñir­le, a pata­lear­lo y a sacu­dir­lo has­ta que el semá­fo­ro cam­bió de nue­vo del ver­de al rojo.

 


El coco­dri­lo con­ten­to se dio la vuel­ta para mar­char; pero ¿qué hizo este semá­fo­ro sin­ver­guen­za por detrás de su espal­da? Cam­bió del rojo al ver­de pasan­do por el ama­ri­llo. Enton­ces el coco­dri­lo no se pudo ir. Se vol­vió, riñó, pata­leó y sacu­dió al semá­fo­ro.

El coco­dri­lo con­ten­to se dio la vuel­ta para mar­char; pero ¿qué hizo este semá­fo­ro sin­ver­guen­za por detrás de su espal­da? Cam­bió del rojo al ver­de pasan­do por el ama­ri­llo. Enton­ces el coco­dri­lo no se pudo ir. Se vol­vió, riñó, pata­leó y sacu­dió al semá­fo­ro.

El semá­fo­ro otra vez cam­bió de pri­sa del ver­de al ama­ri­llo para pasar al rojo. Pero sin que lo vie­se el coco­dri­lo pasó de nue­vo de la luz roja a la ver­de; y como este semá­fo­ro sin­ver­guen­za se ponía ver­de cuan­do el coco­dri­lo le daba la espal­da, el coco­dri­lo no podía ausen­tar­se y no tenía otro reme­dio que que­dar­se vigi­lan­do al semáforo.

¿Pero para qué sir­ve un semá­fo­ro vigi­la­do por un coco­dri­lo? La gen­te ya no se atre­vía a tran­si­tar por el paso de aquel semá­fo­ro por mie­do a ser devo­ra­do. Los chó­fe­res de los coches tam­po­co pasa­ban por temor a que el coco­dri­lo furio­so les des­tro­za­se sus coche­ci­tos nue­vos. ¿Qué hacer enton­ces para ale­jar al rabio­so coco­dri­lo de aquel semáforo?

Fue un psi­có­lo­go quien se atre­vió acer­car­se al coco­dri­lo furio­so. Le salu­dó y le dijo: – ¿Hola, coco­dri­lo, cómo estás?
– iNi me hables! Ten­go que luchar con­tra ese semá­fo­ro des­ver­gon­za­do.
-Bueno, cal­ma. ¿Te digo una cosa?. ¿Sabes que me caes muy bien, coco­dri­lo?. Y es por­que tie­nes un color ver­de tan relu­cien­te en la cara, en la piel y sobre todo en tu rabo, que me pare­ces estu­pen­do, mara­vi­llo­so, mag­ní­fi­co.
– ¿No me digas? ¿Y qué más? Mi rabo es feí­si­mo ¡Es ver­de!.
Y vol­vió otra vez a reñir, a pata­lear y a sacu­dir al semáforo.

 

Pero lo que el psi­có­lo­go le había dicho le hizo pen­sar. Nun­ca nadie se había diri­gi­do así al coco­dri­lo. Estu­pe­fac­to, mira­ba su rabo, y cuan­to más lo mira­ba, más le pare­cía estu­pen­do, mara­vi­llo­so, mag­ní­fi­co con su color ver­de y relu­cien­te. Y has­ta todo el color ver­de de su cuer­po le pare­cía lo más her­mo­so del mun­do. Y como este color ver­de aho­ra le pare­cía lo más de lo más entre lo más her­mo­so del mun­do, aho­ra pre­ten­día que el semá­fo­ro alum­bra­se siem­pre con la luz ver­de.
¿Pero qué hizo este semá­fo­ro sin­ver­guen­za por detrás de su espal­da? ¡Cam­bió del ver­de al ama­ri­llo para aca­bar en el rojo!
El coco­dri­lo lo había obser­va­do de reo­jo. Se vol­vió, le riñó, pata­leó al semá­fo­ro y lo sacu­dió.
El semá­fo­ro se asus­tó mucho y cam­bió de pri­sa del rojo al ver­de.
¿Pero qué hizo este semá­fo­ro sin­ver­guen­za por detrás de la espal­da del coco­dri­lo? ¡Cam­bió del ver­de al ama­ri­llo y des­pués al rojo! Enton­ces el coco­dri­lo no pudo mar­char, está claro.

Pero ni un coco­dri­lo ni nadie se pue­de que­dar todo el día vigi­lan­do un semá­fo­ro sin­ver­guen­za. Segu­ro que pade­ce­rá ham­bre, sed y se cansará.

¿Qué creéis? ¿Se mar­chó por fin el coco­dri­lo para vol­ver a su río?

¡Sí que se mar­chó! De tan­to gol­pear y sacu­dir al semá­fo­ro se des­co­nec­tó la luz roja y el semá­fo­ro ya sólo alum­bra­ba en ver­de. Se apa­ga­ba un momen­ti­to y vol­vía en segui­da al ver­de.
¡Qué con­ten­to que­dó el coco­dri­lo! Se mar­chó levan­tan­do el rabo al aire, pero obser­van­do el semá­fo­ro de reo­jo; y cons­ta­tó que el semá­fo­ro sin­ver­guen­za ya no se atre­vía a encen­der la luz roja.

Y des­de enton­ces le gus­ta­ba al coco­dri­lo todo lo que era ver­de. Le gus­ta­ban los pra­dos, le gus­ta­ban los árbo­les, le gus­ta­ban los pepinos.

¿Qué más cosas pen­sáis que le gustaban?

Pero lo que más le agra­da­ba era ver­se a sí mis­mo: le entu­sias­ma­ba su cara, le entu­sias­ma­ba su piel, y sobre todo le satis­fa­cía su rabo tan estu­pen­do, mara­vi­llo­so, mag­ní­fi­co, ¡por­que era de un color ver­de tan y tan reluciente…!

Dibu­jos Horst Rudolph